En tren de Mughalsarai a Bodh Gaya

India

La fuerza de Banaras es fuerte y no me quiere dejar irme. No hay trenes, tengo que agarrar uno de una ciudad vecina, Mughalsarai. Ahí podré enrumbarme vía Gaya hacia Bodh Gaya, el lugar donde el Buda se iluminó debajo del árbol.

Me levanto a las seis y media de la mañana para salir con tiempo y aprovechar para bookear un hotel barato, pero el internet se fue desde ayer y mi ilusión de que hubiera vuelto en la mañana no se cumplió.

Camino unos 5 minutos entre los callejones y salgo a la principal donde me tratan de cobrar el doble pero encuentro un cycle rickshaw (bicitaxi) que me lleva por precio cercano al real. Una media hora en bici en el sol de la mañana está rico, antes de que se ponga infernal el horno mientras gira la tierra. Llego a la estación de tren y de ahí me voy en un jeep colectivo a Mughalsarai, conociendo en el camino a un hombre de familia que me dice viendo en su celular que mi tren tiene hora y media de atraso. Esto sería apenas una preparación o aviso de lo que vendría. 

Cuando compré el boleto me dijeron que el tren salía a las diez y media de la mañana y que era bien rápido, que duraba 3 horas a Gaya y de ahí era como media hora en tuk tuk hasta Bodh Gaya. 

Salió como una hora tarde y bien estrujado, con gente por todo lado. A pesar que era sleeper class yo llevaba gente encima y todo alrededor, en un momento hasta entrepiernada. Había por lo menos 5 personas en cada cama (supuestamente para una persona), un imposible enredo de zapatos y chanclas en el piso y bultos por todo lado (incluido el mío amarrado a las rejas de la ventana con un mosquetón para mantenerlo seguramente balanceado sobre la mesita donde lo podía ver y sin que fuera a caerle encima a nadie). Básicamente había como 25-30 personas en un espacio destinado para 4, bienvenido a India, bienvenido a compartir. Además de eso, en vez de durar tres horas duró como ocho. Las vistas fueron muy bonitas y también lo fue compartir con los locales. En el camino venden hirviente té, chai. Delicioso. Una experiencia muy linda, intensa como casi todo en India. Pasamos pueblos y campos y chozitas hechas de paja entre campos cafés y palmeras. Los ríos están secos. 

Cuando finalmente llego a Bodh Gaya me hago amigo de un local y hablamos un buen rato mientras comemos.

Javid me lo cuenta: “Two rivers. Dry.” Me cuenta de las cuevas en la montaña. Primero ofrece llevarme en su moto y después, cuando me pregunta si sé andar y yo le digo que más o menos, me dice que entonces me la presta, que él me explica el camino y después yo me la llevo, que los policías me dan derecho de vía por ser turista. Solo tengo que acordarme de manejar del otro lado de la calle y jugármela con el tráfico. Eso implica aprender a frenar controladamente, algo que nunca he tenido que hacer en Ometepe (una isla en el Lago de Nicaragua), el polo opuesto en población a la India y el único lugar donde he andado en moto (aparte de Copacabana en Bolivia), donde tampoco hay mucha gente y la única vez que tuve que frenar fue por una oveja en medio del camino. Logrando mantenerme del lado indicado de la calle y esquivando el resto del tránsito solo me quedaría subir en la moto por unas calles de piedra en la montaña tan empinadas que los tuk tuks no suben, y esos bichos suben por todo lado. Cuando llegue a las cuevas tengo que asegurarme de guardar la llave de la moto en la bolsa para que no me la roben los “monos blancos” quienes son muy agresivos según me cuenta Javid “the white monkeys.” Por eso no puedo llevar ni las llaves de la moto ni nada en la mano. Le pregunto a Javid qué pasa si me las quitan y me dice: “You can become monkey also and chase them and take it from them.” 

Suena como una buena aventura…

Si logro todo esto, puedo meditar en las cuevas donde meditó el Buda Gautama. 

Pura vida

Bienvenido al laberinto

Cuentos del laberinto. 

Varanasi, India 

Una noche y casi medio día en tren, muy bonito dormir en tren. Los movimientos y pesados sonidos de hierro llevan a un pesado sueño.

Aprovecho para leer y pongo los bultos colgando como murciélagos de las cadenas que sostienen el camarote, para tener campo para dormir, con los pies salidos desde el tobillo. De vez en cuando siento quién pasa por el pasillo en la oscuridad.

—Benaras  —me dicen Yippi y Renu con el típico ruedo de cabeza Indio, confirmando que al fin hemos llegado.

Banaras. Benares. Banares. Le llaman por todos sus nombres, excepto Varanasi…

Salimos al calor de la calle y me monto en un tuk tuk que me hace preguntarme si me debería devolver de una vez, sabiendo que esto me atrapará un par de días más aquí, la pereza de la presa y del tuk tuk. Calor infernal. Mucho calor, casi no nos movemos y los necios bocinazos son incesantes. Chocamos con otro tuk tuk negro en el lento caos, se chollan ambos. Los conductores se vuelven a ver con desdén y cada uno sigue su camino.

Me bajo adonde termina la calle.

Entro al laberinto.

Respirar libertad.

Viajar entregado al camino.

Encuentro un mae en la calle que promete llevarme hasta el hotel donde pensaba ir, y a otro que es “mejor y más barato”. Veo los dos y el más barato tiene la vista más increíble. Me cautivó cuando subí a la terraza en la azotea.

Me veo a los ojos con la madre de La India, Ganga.

Un mae me enseña el cuarto y cuando abre la puerta del balconcito me sorprenden las rejas. Veo la jaula desde adentro. Estamos en un cuarto o quinto piso.

—Monkeys —me dice cuando ve mi cara.

Monos de ciudad que viven en las azoteas, brincan de una a otra, hacen lo que les da la gana. A veces parecen ser los verdaderos amos de la ciudad. Inhalo aire de aventura, me pongo el turbante y disfraz de rey (ropa elegante que me regalaron en India) y salgo mientras todavía sé dónde está la puerta.

Guías.

Un hombre en el camino ofrece enseñarme el lugar, promete no querer nada a cambio. Yo acepto la imposibilidad de su promesa. Sanyu.

Cuando me doy cuenta estoy rodeado de muertos. En ese momento me percato que estas no son fogatas y que después van a traer a la gente para quemarla. Los cuerpos ya están aquí. Fijándome bien veo que adentro de esas inmensas fogatas hay cadáveres ardiendo. Cuando Sanyu me decía que las batas indicaban si era hombre, mujer vieja o mujer joven, yo solo me fijaba en la gente alrededor del fuego, nunca me fijé en quién estaba en el fuego.

Vamos al fuego eterno, de donde prenden todas las otras piras.

—Ha estado quemando por más de 3 mil años… —me cuenta Sanyu.

Después de una rápida reverencia agarra un poco de ceniza y me toca la frente, bendiciéndome y deseándome buena vida para mí y toda la familia. Yo le deseo el doble y le toco la frente antes de volver a bajar al lado del río.

Por dicha pasamos a comprar chancletas antes (me compré unas negras bien bonitas, de cuero), porque las pantuflas recortadas de tiempos de hotel se sienten muy feas mojadas y la suela no les dura mucho más de una semana.

Un hombre se me acerca y me habla en secreto mientras Sanyu va a buscar un barco.

— ¿Qué haces andando con ese hombre? Cara negra, corazón negro. Ten cuidado… —me dice mientras veo en sus ojos sincera preocupación. Se esfuma apenas el otro se acerca.

Sanyu tiene la cara muy negra.

Pasamos por la pura orilla del Ganga, donde cada paso se hunde en la basura y más adentro, adentro donde el agua está limpia. Tomamos un poco.

Al atardecer vamos remando en “secret boat” Sanyu, el chiquito del barco y yo. Me llevan a ver la ceremonia del río sagrado. Un extraño magnetismo parece atraer a todos los barcos de alrededor hacia el Dashashwamedh Ghat, frente al cual se unen como gotas de mercurio convirtiendose en uno solo. Flotando en este vivo y vibrante muelle de madera presenciamos el Ganga Aarti. Sobre la piel de barcos caminan vendedores de todo tipo, como si fuera la calle. Me compro un chai y una vela para encender y soltar al río. Campanas suenan sin parar, mantras, fuego, inciensos, olor a sándalo.

Termina la ceremonia y al disiparse la energía la masa de barcos se esparce hasta desaparecer en la oscuridad. Nosotros vamos al desierto, un banco de arena fina al otro lado del río, donde revolotean toldos sobre palos de bambú. Tiendas que solo existen de día. Nos fumamos un beedie.

En el laberinto masticamos un bittel, es algo raro metido en una hoja verde…

Volver a la casa. Comer rico. Tomar té, escribir, bañar, leer, dormir.