Atardeceres

Diarios de Tonsai, Tailandia

Voy a la playa a ver el atardecer. Me dedico media hora a contemplar este espectáculo.

Las caras de los acantilados se mantienen tranquilas como el agua de mar, inspirando quietud. Parece que ya se va a hacer de noche y no habrá más atardecer, cuando de repente tras el acantilado empieza a brillar un fulgor naranja que incendia todo el cielo. Las nubes arden desde adentro como hierro fundido.

La marea está llena y entran y salen los últimos barcos cola-larga del día. Pronto, el día será no más y se vivirá la noche.

El naranja se torna rosado y suavemente desaparece la tarde para revelar una nueva luz. La media luna brilla blanca a través de las nubes y las ramas de un tenebroso árbol seco. Entra la oscuridad y se esparce por todos los rincones, retada solo por los pozos de luz natural en la luna, las estrellas y las luciérnagas.

En el pueblo algunas luces de la calle y en los restaurantes son estrellas en el vacío, como las sonrisas entre la gente…

Llueve

Diarios de Tonsai, Tailandia

Llueve, llueve, llueve y llueve. Llueve duro en la selva y la lluvia que se ha acumulado en las hojas de los árboles desciende desde lo alto. Inmensas gotas caen sobre el techo de metal del bungalow. La percusión de la selva. Esto mantiene verde el paraíso. Los fieros mosquitos vuelan descarados alrededor, picando duro y obvio como si no les importara nada, arriesgando la vida por un trago de sangre.

Que delicia dormir con lluvia bajo buen refugio. Meterse adentro del mosquitero con un buen libro y dejar los mosquitos junto con el exterior, adentrándose en un mundo entre las letras. Ver a través las paredes de bambú tejido y darse cuenta de que lo único que son es una barrera visual, aparte de eso la naturaleza entra y sale a su afán.

La comodidad dentro de la incomodidad.

La perfecta imperfección.

Nuevos amigos y nuevas aventuras, compartiendo las buenas vibras.

Atreverse a soñar.

Atreverse a vivir.

Pasarlo bien y disfrutar ayudando, sonriendo, elevando.

Ver los sueños volar y dejarse motivar.

Escalar y compartir.

Subir para estar ahí, compartir.

Acabo de agarrar un mosquito gigante, gordo é sangre y férreo también. Lo estripé con la mano y cuando estaba explorando el cadáver alzó vuelo y se desapareció sobre el mosquitero…

 

 

Psiconauta

Las profundidades del Ser

Diarios de Tonsai, Tailandia

Decido que me voy a mandar un batido de hongos mágicos. Ayer no me llamaba, pero hoy sí.

Me tomo un café con el hermano Daniel, un brasilero que recién viene regresando de ese mismo viaje ayer. Compartimos el café y mucho más. Me enseña fotos de escalada y de sus viajes por el mundo. El otro día me leyó un escrito suyo sobre viajar, en portugués, que describía perfectamente sensaciones del viajero en movimiento. Hemos compartido mucho, y con Lucas también. Con todos y todas. Mucho más de lo que imaginamos…

Voy camino a Sabai Sabai, donde los batidos son supuestamente más potentes y más baratos, y los hacen mezclados con banano en vez de piña o naranja. Cuando paso por el Viking me saludan mis amigos el Capitán Tom, Kob, y una gente que siempre veo pero con la que nunca he hablado. Esta vez me saludan todos. Siento buena energía y saludo de vuelta, pero sigo a donde según yo iba. Ellos sabían más que yo…

Llegando a Sabai Sabai me encuentro el lugar desolado excepto por los dos vecinos que viven en el bungalow de al lado, el mae tuanis y la alemana que habla sin parar. El mae me cuenta que quiere probar la escalada, yo le digo que se mande.

Me devuelvo al Viking, feliz de que el universo me la pusiera fácil y le pido a mi amigo el Capitán Tom si me puede por favor preparar un batido de hongos. Le pregunto si están buenos los del diluvio y él dándose media vuelta agarra una caja llena de hongos frescos y me la enseña, sonriéndome que sí. Los recogieron ayer.

Regateo el precio mientras Tom me cuenta que no hay electricidad para la licuadora y que si lo quiero con banano él puede ir a comprarlos. En este pueblo solo hay electricidad de 6 pm a 6 am… Le digo que relajado, que lo haga como él sabe, él es el experto. Escoge los hongos siendo a la vez selectivo y generoso, los pone en el mortero y empieza a molerlos. ¡Qué dicha que no hay electricidad, mejor así!

Me pasa el batido y cuando le pago se le olvida que me había dado precio de amigo, pero yo le recuerdo. Me da el vuelto con una sonrisa sincera y me manda a disfrutar. “Enjoy!”

Me tomo el batido poco a poco, meneando la masa de hongos molidos con la pajilla mientras comparto con la gente que está haciendo slackline. Pesco los hongos y les doy una buena masticada, probando su verdadero sabor. Me bebo la poción hasta la última gota.

La chica del slackline me cuenta que también es profe de yoga y comparte conmigo un poco de su viaje y andanzas, por India una de ellas.

No he terminado de hablar con ella y siento que se me va la cabeza. Han pasado tal vez unos veinte minutos y de hecho le estaba contando lo susceptible que soy a estas cosas justo cuando lo siento…

Le digo que me voy a ir a meter al mar y cada uno agarra para su lado.

En el camino me doy cuenta de que puedo sufrirlo o disfrutarlo a voluntad y paso del borde del colapso nauseabundo a una felicidad que no me cabe la sonrisa en la cara y me echo a reír. Euforia. Lo que desencadenó este cambio de rumbo fue uno de los cientos de grafitis que hay sobre el muro. Uno que había visto desde que llegué.

“YOU ARE THE ONE you have been waiting for”

Resonó conmigo desde el primer instante, pero ahora me manda a volar.

Los dibujos se salen del muro como si fueran tridimensionales.

Vivo el arte mientras me dejo llevar por esta ola.

Me río a carcajadas cuando veo al Pikachú con galaxias en los ojos y babas de hongos saliéndole de la boca, con algo que parece un camarón en el tercer ojo.

Doy media vuelta y me voy por el camino largo hacia el mar, para poder disfrutar todo lo que ofrece el muro.

“OPEN YOUR THIRD EYE”, ni me lo diga dos veces y estoy echándole, estimulando la glándula pineal.

Un túnel multicolor de azulejos ilusorios que lleva a otra dimensión, a otra realidad.

Un león alzando la hoja de la marihuana en nombre de Tonsai.

“OFFLINE – ONLIFE”

Un mago que con una mano sostiene por las orejas a un feliz conejo tuerto y con la otra me señala el camino a la cueva.

Veo que hay una cuerda para subir por el barreal y pienso que en un pueblo de escaladores eso significa que de verdad debe estar resbaloso. Me resbalo y caigo al suelo, riéndome de mí mismo. Ahora sí que me agarro de la cuerda. Entro por un portal de verde maleza a la oscuridad de la cueva. Es inmensa y oscura, hasta un colchón hay de crashpad al lado de los restos de una fogata. Hay estalactitas y estalagmitas y todo tipo de formaciones de roca caliza. Camino un rato adentro, pensando en los mayas y tantos otros que se metían en cuevas a realizar sus rituales y enfrentar sus demonios, pero yo no me siento tan valiente y me voy hacia el mar, a ver la luz del día.

Llego a la playa y la vista es fantástica. Los incontables acantilados sobre el verde Océano Índico presentan un paisaje que nunca deja de maravillar. Gracias Pachamama, por el regalo de Tonsai.

Me meto al mar y rápidamente me deschingo, pasándome la zunga por el brazo para que no se me pierda. Me dejo flotar en el fluido universal y cierro los ojos. Amarillos y anaranjados brillantes llenan todo. Si me sumerjo o me doy vueltas todo se pone negro y morado. Abro los ojos debajo del agua y veo amarillo verdoso cerca de la superficie que más profundo se torna café y después no se ve nada. Me hago un snorkel de pobre con las manos, pero ni sé si tengo agua adentro o no, todo da igual.

Dejo de sentir mi cuerpo, hace rato que no me responde de todas formas. Me dejo ir y floto, vuelo.

Me doy cuenta de que soy una expresión de El Ser y no de mi ser. Estoy conectado con todo.

Llegan el sueco y la chica y se meten al mar en lo que yo me pongo la zunga. El mae me ve a los ojos y su cara explota en asombro y risas. Me dice que las pupilas las tengo dilatadas a más no poder y yo le digo que con razón los acantilados se ven tan blancos y todo tan brillante, a veces hasta veo destellos en el cielo azul.

No me puedo mover “bien”, no siento mi cuerpo, no veo “bien” tampoco. Todo esto hace que sea muy fácil dejarme ir. Cierro los ojos, y me entrego al cálido abrazo de la Pachamama en el Mar de Andamán. Risas y risas y risas incontrolables, amarillas y anaranjadas. Me muero de la risa tratando de hablarles a los amigos, pero no puedo y me echo otra vez a reír.

Me entrego todavía más, porque sé que me salvarían si me estuviera ahogando.

Ahogarme no me preocupa tanto, porque en algún momento me sumergí y esperé abajo. Cuando fue necesario, mi cuerpo salió a respirar. Instinto de supervivencia intacto.

Lo que no descartaba era que mi cuerpo se fuera flotando plácidamente en mi ausencia. Temía encontrarlo en medio mar y no poder volver. Ahí sí que me podría ahogar…

Por eso me meto en la parte bajita, y me pongo a flotar ahí, sabiendo que ellos están entre mi cuerpo físico y las profundidades del mar, porque «yo», más profundo no podría estar.

La amiga me sostiene la pelvis para ayudarme a flotar y se contagia de mis carcajadas. Carcajadas que me acuerdan la canción del loco de Pink Floyd.

Amarillo, anaranjado y risas, eso es todo lo que hay.

Cuando me doy cuenta de que tengo un poco de frío me despido y salgo adonde tengo mis cosas escondidas bajo una media pichinga roja que es basura de mar, de playa ahora. Me seco con mi sarong, me saco la zunga y me pongo los pantalones blancos abombados y la camiseta.

Camino tierra adentro por el churristate de playa con sus flores moradas en la arena y después sobre un zacate lleno de feroces mozotes. Llego a unos esqueletos de árboles muertos donde cuelgo la maca sin molestar a un milpiés. Me doy media vuelta y contemplo un panorama sublime. Cuelgo la zunga al viento y me tiro en la maca, donde puedo flotar sin miedo de ahogarme, suspendido en otro estado de conciencia. Me cobijo con el sarong para calentarme un poquito.

La navegada universal que me pegué en esa hamaca…

Estuve viviendo una era en algún lugar muy en mis profundidades. Tenía la sensación de estar viendo hacia afuera por una ventana abierta. Estaba en algún piso de un edificio viejo. Vi gente que llegó y vivió en unas grietas cerca de una ventana en la pared ámbar del edificio de enfrente. Parecía una familia. El padre se iba y regresaba cansado del trabajo. En la lucha. Caminaban por la pared como si fueran hormigas. No había dimensiones, ni arriba ni abajo. Siempre era de día. Al final, no sé si se fueron ellos o me fui yo…  

Hacia adentro y hacia afuera. Amor, amor, amor. Toda la familia. Las amistades. Amor para todos y para todo.

Entré y salí de “La noche oscura del alma”, a voluntad. Sentí brotar las lágrimas, rodando sobre mis mejillas las oí caer en la maca. Solté todo.

Om´s pa dentro y pa fuera, el tercer ojo.

El viento se intensifica y cae la noche.

La tela de la maca revolotea sin parar mientras viajo a toda velocidad por la negrura del vacío, entre las estrellas y el espacio, donde el tiempo no existe.

Volandooo!

Vuelo, navego, y floto a la deriva por las profundidades del ser, el espacio exterior, y esta tierra.  Me doy cuenta de que todo es lo mismo. Amor es la fuerza vital. Amor. Amor. Amor.

Me dejo curar por la Madre Tierra.

Un barco se va navegando hacia la oscuridad en el mar picado por el viento. El ruido de su motor rebota en los acantilados y se transforma en el rugido de un gigante.

Voy y vengo, entro y salgo y vuelvo a entrar.

La brisa marina me acaricia y me dice que ya es hora de levantarme.

Vagamente recuerdo que algún momento pasaron dos españoles y hablamos de la pura vida.

Lentamente empiezo a estirarme. Poco a poco voy volviendo. Me fijo en el reloj que me había quitado desde antes de meterme al mar, queriéndome despojar del tiempo cuando eran eso de las 5 de la tarde.

Son las nueve de la noche.

Una altísima palmera se menea en el viento, despreocupada. Sus hojas brillan y cuchichean en la oscuridad de la noche. Fascinante y magnífica. Camino hasta ella y le doy un beso.

Doy gracias a estos esqueletos de árboles “muertos” que veo llenos de vibración y vida, energía que me sostuvo y me acompañó a volar en esta exploración. Agradezco todo, todo, todo.

Recojo las cosas y camino de vuelta a la casa.

Regreso para compartir la experiencia.

Remando en el mar de Andamán

Diarios de Tonsai, Tailandia

Arrastro mi navío sobre la arena gruesa y zarpo hacia donde no hay senderos. El mar está levemente inquieto y el cielo se olvidó de la lluvia. ¡Qué perfecta tarde para remar!

Poco a poco entro en mi ritmo natural mientras la proa del kayak salta celebrando las olas. La pradera marina se extiende hasta el infinito, decorada por los acantilados de las islas que flotan en su inmensidad.

Topo con suerte y encuentro un parque de diversiones entre las rocas al borde de unas islas, donde el agua pasa por cuevas, túneles y pasadizos en un desorden épico. Observo largo y tendido, esperando las olas para ver cuales lugares exponen roca al vaciar.

La experiencia me enseñó que una de las formas más fáciles de volcarse en el kayak es explorando estos lugares. Cuando viene “el set” (las olas grandes) primero llena todo de agua y después drena por completo antes de la próxima ola, dejando al kayakero balanceado precariamente sobre las rocas expuestas. Una vez en esta cómica situación es casi milagroso no volcarse antes de la embestida de la próxima ola.

Cuando creo que he visto todos los puntos críticos que vacían dejando roca pelada me dispongo a gozar.

Paso como un demonio por un oscuro túnel, gritando de emoción y agachando la cabeza para mantenerla conmigo cuando de repente sube el nivel del agua, queriéndome presentar al techo de roca. Salgo a la luz del otro lado y me doy vuelta para tirarme por un tobogán que solo existe cuando entra la ola, pasando por un estrecho pasadizo entre las rocas donde entra el mar y me impulsa en un emocionante viaje entre agua, aire y piedra. El kayak doble es un poco más retador de maniobrar, pero la misma ola que rebota contra las piedras lo mantiene a uno a salvo (a menos que lo reviente contra las piedras en el inicio, pero si se logra evitar eso se está bastante seguro y el mar guía con sabiduría.)

Nunca me ha pasado que el mar me reviente en kayak contra las piedras, pero me imagino que, aunque no debe ser tan placentero, tampoco debe ser tan trágico como la mente lo pinta.

Juego y juego hasta que en una pasada a aguas bajas las rocas le rascan un poco la panza al kayak, avisándome que es hora de seguir navegando.

Rodeo las islas, pasando por partes donde puedo remar bajo techo, flotando en cuevas con estalactitas colgando sobre mi cabeza que se acercan y se alejan con las olas del mar. Catedrales marinas.

Me deleito viendo nuevos acantilados y viejos conocidos desde un nuevo punto de vista.

Explorando una isleta encuentro los más maravillosos hoyos sopladores. Uno en particular es un dragón marino. Me quedo maravillado frente a la entrada de la pequeña cueva. Primero suena cuando el vacío empieza a succionar, se siente inhalar con todas sus fuerzas, el agua a su entrada se pone rugosa y gotas de agua son arrancadas de la superficie, secuestradas hacia la oscuridad de la cueva y seguidas por un instante de paz que precede la feroz explosión de spray caliente en la que el vacío devuelve todo lo que se llevó.

Lo bonito de estos es que en vez de escupir hacia arriba, como la mayoría de los que había visto, disparan paralelo al mar, facilitando jugar con sus explosiones y refrescarse en ellas (a pesar que algunas veces sale casi caliente).

Encuentro otro cerca que, aunque no aspira, tira un spray tremendo y mucho más concentrado. Disfruto sus explosiones entre las olas hasta lograr colocarme en el punto perfecto. “Puuuffffffffshhhhhhh!” Una explosión gloriosa me da directo y casi me bota del kayak. “¡Hiiija!” Qué emocionante despliegue de energía.

Me imagino que así se debe sentir cuando escupen los tubos de las olas inmensas que surfean los profesionales alrededor del mundo. Incluso hay una historia que cuenta de una ola en Hawaii tan poderosa que con su escopetazo le dislocó el hombro a uno de estos míticos montadores de olas.

Me quedo por ahí, maravillado por los regalos de la naturaleza. Me fascinan todas estas sorpresas, junto con su espontaneidad y ocurrencia según la variación de las mareas. Tuve la suerte de pasar por aquí en el momento perfecto.

Remo en la angulosidad del mar meneado, encontrando ocasionalmente la deliciosa superficie suave y redonda del agua calma, deslizándome a través de estos refugios acuáticos creados por las islas que protegen de viento y oleaje.

Cruzando la bahía amarro como puedo el kayak a una piedra con un demasiado corto pedazo de cuerda de escalar e intento caminar por el slackline (cuerda floja) sobre el mar.

Tensado entre dos isletas de piedra cuchillo y cubiertas bajo la superficie por conchas navaja y quién sabe cuántos erizos, llegar a la línea es más que un reto. Logro un par de intentos en los que camino un poco, pero en el tercero me doy cuenta que con el fuerte oleaje el kayak se zafó de la piedra y me tengo que ir nadando tras el fugitivo a tres brazadas por respiración.

Nuevamente encaramado en mi embarcación voy a explorar nuevos acantilados desde el mar. Negros, anaranjados, blancos, grises, cremas, el verde de las plantas, la oscuridad de una cueva, el azul del cielo y el turquesa del mar saltan por doquier en un espectáculo visual centrado en la caliza.

Remo con cautela muy cerca del oscuro borde de una isla que sale del mar en un ángulo invertido de unos 45 grados, creando una cubierta de piedra negra que sube sobre el agua.  Al pasar la ola contemplo el brillo de mil diamantes que llueven deliciosamente, precipitándose desde la negra rugosidad de piedra, gota a gota de regreso al mar…

Una cola negra con amarillo se arrastra hacia arriba en las rocas de una isla. Instintivamente me hago hacia atrás pensando que puede ser una serpiente marina que salió a poner huevos, pero pronto veo asomar la cabeza y garras de un varano que me saca su bífida lengua morado-negra mientras me enseña que es él quien está al otro lado de esa cola de culebra.

Garzas de arrecife del Pacífico esperan en las piedras tras cada acantilado y se van volando en busca de otra percha. Una y otra vez ellas huyen sin ser perseguidas y yo las persigo inadvertidamente en el curso de mis aventuras. Finalmente, una se queda quieta y tranquila viéndome pasar con esa mirada amarilla y puedo continuar sin alterar su paz.

Entre los peñascos de las islas vuela el águila marina de panza blanca, ya cerca del atardecer.

A media bahía acomodo el remo y quedo a la deriva mientras me como una barra y tomo un poco de agua en medio del mar antes de enrumbarme hacia la playa.

Regreso con las suaves olas y piso terra firme una vez más para presenciar un atardecer de ensueño en el que primero los acantilados se visten de oro y cuando creo que todo terminó la bóveda celeste se incendia con los más asombrosos colores de atardecer.

Al borde del acantilado

Diarios de Tonsai, Tailandia

Salgo con la hamaca a explorar el día. Camino entre la jungla hasta topar con la muralla de uno de los acantilados y sigo sus faldas hasta llegar donde se desploma hacia el mar y hacia el cielo.

Llego a una parte que se llama “Melting Wall” y después de un poco de exploración encuentro un buen lugar para poner la maca en una cueva, colgando de dos salientes en el techo de la caliza. Pongo todas mis cosas al alcance y quitándome los zapatos me tiro en la maca.

Hay un pequeño piso y un corte en la roca, unos dos metros más abajo está el mar en su eterno movimiento. Desde la maca tengo una vista incomparable de la bahía de Tonsai en su máximo esplendor, rebosando con la marea alta, con su arena dorada frenteando la selva y los barcos cola larga flotando en el canal al inicio de la playa. Del otro lado de la verde bahía están mis dos acantilados favoritos con fondo celeste y enmarcados en la oscuridad de la roca que me rodea y sigue por decenas de metros sobre mi cabeza. Los acantilados lucen una gama de blancos, cremas, suaves anaranjados, grises y hasta partes negras en sus orgullosas caras, resaltando entre intenso verde de la selva tropical. En sus topes tienen algunos penachos de valiente flora que se atreve a vivir al borde del abismo.

El acantilado de la izquierda tiene un extra-plomo tremendo en su tercio superior y el de la derecha es una pared vertical que siempre me hace pensar en “El Capitán” de Yosemite, llamados “Tonsai Wall” y “Tiger Wall” respectivamente. Ambos nacen desde la arena de la playa y llegan a tocar el cielo cientos de metros más arriba.

En medio de los dos hay un mundo perdido que alberga la jungla más cobresca, tigresca, y salvaje que se pueda imaginar jamás. Protegida a sus lados y fondo por los dos inmensos acantilados que se meten tierra adentro y se conectan al final formando una “v” tierra adentro, y una pared lisa y extra-plomada (hogar de las rutas más difíciles del condado) de 50 metros a su frente, el lugar es prácticamente inaccesible para el ser humano “normal.”

Sueño con escalar hasta ahí y acampar unos días en ese mundo, tan cerca y tan lejos.

Pongo un pedazo de espiral que me encontré entre las piedras a humear bajo la maca para espantar mosquitos y me tiro ahí simplemente a disfrutar de la vista. Nunca había tenido una vista así desde la maca. Puedo ver el lugar donde hamaquié el otro día justo frente a mí, en “Tonsai Wall,” del otro lado del agua.

A mi alrededor inmediato hay caliza por todo lado, parece derretirse cuando uno no está viendo y congelarse en el momento que uno le presta atención. Hay estalactitas y estalagmitas y troncos de inmensos árboles de caliza que los geólogos llamarían “columnas” y todas las formaciones que uno se pueda imaginar.  De vez en cuando pasa un barco cola larga con ese aire inconfundible de navío asiático por el canal y el coro de su motor es amplificado por los acantilados como en un teatro de la antigua Grecia.

Leo horas y veo la bahía vaciarse poco a poco al retirarse el agua camino a la marea baja de la tarde.

Empiezan a romper las crestas de pequeñas olas que entran a la bahía en forma de herraduras al pasar sobre rocas que ahora se asoman a la superficie. Su suave y rítmico sonido es el respirar de la Pacha Mama.

Veo dos Martines Pescadores vestidos en plumaje impecable, blanco con azul marino y negro azabache. Están conversando en las ramas de un arbusto seco al lado del agua. Siempre me he preguntado cómo hacen los animales para verse tan limpios?  Uno termina de comerse algo y se va, dejando al otro perchado viendo hacia el mar. Poco después éste otro alza vuelo y pasa a molestar a una garza gris que caza entre las rocas recién emergidas del mar y vuelve a percharse justo donde estaba segundos antes.

Me le quedo viendo un rato, pensando lo bonito que es dedicar tiempo a observar y apreciar el mundo natural.

Leer algunos de los escritos de John Muir me ha inspirado a explorar más y a raíz de eso ha vuelto a encender el fuego de la aventura y amor por la naturaleza dentro de mí. Ayer me tomé el tiempo de ver un milpiés y las olas de su caminar. Hoy en la mañana pude ver en detalle la boca de un caracol que limpiaba su concha, un poco asqueroso a mi parecer, pero sin embargo perfecta naturaleza.

El Martín alza vuelo de nuevo y se parece estrellar contra un bambucillo a mi derecha al borde del agua cuando los gritos de una chicharra delatan que no fue ningún accidente y el ave se regresa a su percha con chicharra gritando en su pico.

Usando su cuello y cabeza como un látigo cuya punta es la desafortunada chicharra revienta de lado a lado a su presa contra la rama hasta que no hay más gritos y procede a tragársela entera.

¡Ese pájaro que yo pensaba que no estaba haciendo nada, estaba cazando, qué momento!

 

Diluvio en Tonsai

Diarios de Tonsai, Tailandia

Recobro poco a poco la conciencia de mi cuerpo y llevo el mosquitero de la cama a nuevos límites, estirándome lentamente desde la punta de los pies hasta los dedos de las manos.

“Plac, plac, plac plac plac…”  Gotas grandes y pesadas caen sobre el techo metálico del bungalow de madera. Se abre el cielo y la lluvia cae en chorros. Salgo al balcón para tirarme en la maca y deleitarme viendo la tormenta bañar los acantilados de caliza. La intensidad es alucinante. Cada vez llueve más recio y aparentes ráfagas resultan ser simplemente incrementos en la tempestad.

Me parece increíble que esta cantidad de agua pudiera estar sostenida en el cielo, paseando en forma de nubes, recolectando agua hasta reventar.

Empieza a llover adentro también. Por suerte ninguna de las goteras cae sobre la cama o las pertenencias.

Llueve horas sin parar…

Por momentos parece aminorar un poco y hace pensar que fuera el final, pero son solo respiros en los que agarra fuerza.

Varios vecinos han salido a ver el diluvio. Algunos esperando a que pare para poder ir a desayunar (como yo) y otros porque nunca han visto llover así. Se pone tan fresco que aprovecho para ponerme un par de medias.

Entrada la tarde decido que puede más el hambre y me pongo un impermeable y unos chores y me voy a desayunar. Todo está empapado, el agua corre, la pendiente le ayuda a abrirse camino rápidamente hacia el mar.

Finalmente va bajando la intensidad de la lluvia y cuando me termino mis huevos fritos ha cesado totalmente y hasta se atreve a brillar el sol.

Las nubes se volcaron sobre Tonsai hasta consumirse a sí mismas por completo, dejando ver el cielo azul.

Un café y unas páginas después parece que ya se puede escalar. Voy con todo mi equipo por la playa y tengo la suerte de encontrarme con gente probando una ruta “fácil” que tengo algún chance de completar. Me invitan a escalar y juntos disfrutamos la camaradería de la escalada.

Cuando llega mi turno la intento y apenas logro llegar arriba para salvar la tarde que nunca tuvo que ser salvada, simplemente urgía algo de movimiento después del letargo del diluvio.

Verde se mantiene la selva.

Viva se mantiene el alma.

En la noche regresando a la casa veo la explosión de vida desatada por el diluvio. Ranas de todo tipo brincan de charco en a charco por la callejuela y escalan los árboles, dándose un festín con el brote de mosquitos y miles de otros bichos emergidos de la lluvia. Ranas tan gordas que parece que van a reventar. El coro de la selva suena a mil voces.

Paso cerca de una lámpara envuelta en una nube de insectos voladores cafés en un frenesí total. Al ver que parecen inofensivos me acerco cada vez más, hasta quedar con la cabeza dentro de esa locura. El revoloteo de sus delgadas alas suena todo alrededor y al abrir los ojos me recuerda de estar nadando en medio de una escuela de peces. Antes de quedar totalmente hipnotizado y ponerme a dar vueltas con ellos sigo mi camino a casa.

Algo me recuerda que a veces con estas lluvias pueden meterse las culebras a las casas, y yo no he hecho ni un solo chequeo de Cobra desde que llegué.

Al llegar al bungalow me encuentro con sedientos representantes de los millones de mosquitos desatados por el diluvio esperando mi retorno. Quieren mi sangre.