Perseguido por un pez rabioso

Nusa Lembongan, Indonesia

Agarro la scooter y me voy a Mangrove Point, donde me dijeron que es bueno para hacer snorkel. Pregunto en un par de lugares y termino alquilando el equipo en el mismo lugar donde un par de días antes había alquilado un kayak con un remo hecho leña. Snorkel, patas de rana, un par de indicaciones y estoy listo. El plan es irme caminando playa arriba hasta ver las lanchas de turistas, nadar hasta ahí y dejarme llevar por la corriente, flotar sobre el arrecife y finalmente salir un poco más allá de donde alquilé el equipo.

La pata de rana me toca directo en el pedazo de dedo que me falta gracias a surfear arrecifes, el tubo del snorkel está peor que el remo, se le mete el agua por la válvula de escape y tengo que taparlo con una mano para poder respirar sin ahogarme, pero la máscara… La careta es temperada, me sella como si fuera hecha a la medida y no se empaña, es perfecta y es lo más importante.

Nado perpendicular a la playa ignorando el dolor en el jocote, atravieso el barreal inicial del manglar hasta que llego al arrecife.

Ahí me sorprende la belleza en colores y formas que nunca antes había visto. Peces de infinitos colores y formas completamente nuevas nadan en barracudas, ángeles, discos, y un pez con unos picos rarísimos que le salen de la cola hacia el frente.

En las profundidades hay lo que parecen ser astronautas. Me acerco y veo que son unos chinos que los bajan con cascos transparentes inmensos y les dan botellas llenas de bolitas para que alimenten a los peces. Voy y sorprendo a uno. Nada de gracia le hace…

Me agarro de una cuerda y siento la fuerza de la corriente revolotearme como bandera al viento.

Algo inmenso llama mi atención en el fondo. Es un gordo pez bastante redondo que me impresiona arrancando pedazos enteros de coral. Hasta escucho cuando los quiebra. Tiene cuatro “dientes” bien visibles y una fuerza tremenda. Sin pensarlo me sumerjo y nado para verlo más de cerca, acercándome por atrás hasta tener mi cara a unos escasos 30 centímetros de su cola. Me provoca muchas ganas de tocarlo, pero sé que no debería y en ese momento la bestia se percata de mi presencia. Me vuelve a ver con un infernal ojo de pescado que dice ““¿¡Usted que putas hace aquí!?” Claramente sorprendido por mi proximidad. Me parece que se va a ir, como lo haría cualquier pez según mi previa experiencia. ¡Pero no, solo se estaba dando la vuelta para arremeter contra mí su infernal embestida con esos cuatro dientes pelados! ¡Ahora el sorprendido soy yo! Se me viene encima con una velocidad tremenda, cerrándome los espacios a los lados con una agilidad que jamás podría igualar mientras me amenaza además de con los dientes con un pico que sube y baja en su espalda. Siento pánico. Inmediatamente me doy cuenta de que estoy siendo perseguido por un rabioso perro submarino y sé que si me doy la vuelta me va a morder, sin duda.

El gordo pez que con facilidad arrancaba el coral se ha convertido en un monstruo que ahora dirige sus fauces hacia mí…

Instintivamente invierto mi posición, pongo aletas hacia la fiera y pataleo con todas mis fuerzas, a la vez alejándome, protegiéndome, y tratando de crear una corriente que impida su avance, pero la esquiva ágilmente con movimientos laterales y cada vez se acerca más mientras yo trato de mantener las patas de rana frente a sus dientes, con una torpeza evidenciada por la agilidad de mi oponente.

Perseguidor y perseguido nos vamos en una diagonal hacia atrás y hacia arriba en la que busco la superficie y la paz. Me persigue lo que parece una eternidad, dejando muy lejos y abandonado su desayuno de coral. En plena persecución se dispara algo en mi memoria:

Estamos en un viejo barco de azul madera, con todo listo para bucear y Mossy nos explica que si nos persigue un “triggerfish” debemos nadar hacia los lados, porque su territorio llega en forma vertical hasta la superficie. Me parece muy gracioso que un pez chancho me trate de “perseguir,” los pequeños con los que me he encontrado hasta el momento normalmente huyen de mi curiosidad…

Nunca pensé que me toparía un monstruo tan macizo y tan feroz como el que ahora me aterrorizaba. Ya habíamos pasado el punto en que él se había establecido como amo y señor de su lote submarino y yo como el arrepentido invasor. Pero él, no contento con haberme expulsado de su territorio ahora me seguía por el aparente placer de aterrorizarme. Como un perro rabioso del infierno subacuático, hacía como que se iba a devolver y en el mínimo movimiento que yo fuera a darle la espalda arremetía contra mí en otra de sus embestidas a dientes pelados y blandiendo el pico en su espalda. Cuando ya parecía estar contento con su supremacía hizo un último par de fintas en las que se me aceleró el pulso al punto de pequeños infartos. Nadando hacia atrás me fui sin quitarle el ojo de encima a ese feroz animal hasta que al fin llegué a la paz de la superficie. Pude respirar.

Arrepentido y humillado fui enseñado por haber invadido el terreno de tal bestia.

Nunca pensé que un pez pudiera ser tan furioso…

 

En casa, del otro lado del mundo

Nusa Lembongán, Indonesia

Pasa un anciano cargando un gallo. Hay fotos de la familia por todo lado, surfeando, posando con la torre Eiffel y tirando shakas con surfos famosos. Ganando la lucha contra las fotos están premios de torneos de surf y cheques gigantes, en todas las paredes. “Campeón del circuito de surf de Indonesia, Categoría Open,” “Segundo Lugar, Oakley Bloc Challenge,” “Tercer Lugar, Bali Pro”… Premios en millones de rupias. Toda la familia viste Ripcurl de pies a cabeza.

Hablo con el patriarca y su hija y logro comunicarles que busco conseguir un papalote. Finalmente llego a su nombre en indonesio, es un “layangán”, o por lo menos así suena. Me dicen que puedo conseguir uno en la calle principal y me señalan el camino. “Layangán.” Me voy antes de que se me olvide.

Preselecciono uno entre un montón, apenas conteniéndome para no comprar una inmensa tortuga voladora. Mientras me termino de decidir me como un Nasi Goreng (arroz frito) con mariscos del otro lado de la calle. En lo que preparan el almuerzo voy a la tienda de al lado me compro un banano gigante que en Costa Rica solo podría ser un plátano, pero aquí existen bananos de ese tamaño. Termino de almorzar y escojo un papalote de los baratos, pero no el más barato. Uno que me aguante un par de estrelladas. Papalote, hilo marca Gato Negro “para uso profesional”, y una coca pequeña de plástico para usar como carrete. Listo para volar.

Voy a la playa y un niño llamado Teddy me ayuda a terminarlo de armar y elevarlo, pero el Gato Negro es corto y yo quiero volar más alto. Lo dejo fascinado volando el papalote mientras voy  a la tienda. En el camino decido comprar otro y regalarle a Teddy el amarillo. Me compro uno rojo con dragones y un par de carretes de hilo de coser.

Cuando llego está con un amigo que se me olvido el nombre. Se tratan de pelear por el papalote, pero les digo que compartan y jueguen los dos.

Al cielo los dragones con el nuevo hilo. Según mis pruebas en la tienda este se revienta fácil, pero era el más largo que había. Lo vuelo con mucho tacto, para que no se rompa, sintiendo la tensión en la yema de los dedos y dando hilo para amortiguar la fuerza de las ráfagas en las alturas. Me olvido de la técnica del jalonazo.

El viento es constante y es fácil ponerlos a volar. Los niños juegan con el amarillo y yo con el rojo, sentado en la arena seca para ver el precioso atardecer. Después de un rato lo vuelo acostado, por el dolor de nuca.

Revolotea a través de la penumbra hacia la oscuridad de la noche. Surca entre luna y estrellas mientras pasa un satélite dándole vueltas a La Tierra.

Me regreso caminando por la playa, paseándolo como a un perro que vuela por los cielos.

En la casa los geckos caminan por el techo del cuarto, patrullando patas parriba alrededor del bombillo cazando mosquitos. Hay dos abanicos, regleta, varios enchufes, una tele que no voy a usar, un excusado que jala bien, almohadas suaves, cobijas suficientes, alfombritas para entrar al cuarto y salir del baño y la luz alumbra suficiente para leer.

Afuera hay sillas y mesas, tendederos para poner a secar la ropa y una cocina adecuadamente equipada. Hay de todo, porque es una casa con habitantes permanentes.

Es el polo opuesto de algunos hoteles baratos, donde nadie se ha tomado la molestia de vivir en la habitación ni un día entero. De haberlo hecho se hubieran dado cuenta que los bombillos ahorradores que usan obligan a usar la linterna para poder ver algo en la noche, las sillas son insufribles, el escusado hay que jalarlo mil veces, el chorro de la ducha cae directo sobre el papel higiénico, el lavamanos gotea transformando el baño en un barreal que no tarda en invadir el resto de la habitación y que almohadas son inutilizables para cualquiera que pretenda poder mover el cuello al día siguiente.

Ah, las bellezas de hospedarse en una casa. Conseguir el desatornillador para arreglar la harmónica. Aceite para la cuchilla. Jabón y esponja para lavar la taza de café. Poder hervir agua para hacer café. Tener una tabla para cortar jengibre. Gozar de una cómoda para poner las cosas. Un perro para acariciar. Compartir con la familia. Gatos en el cielorraso…

Salgo un momento frente al mar para ver la luna creciente siguiendo al sol alrededor del mundo.

Cuando vuelvo, me lo encuentro.

Está viendo y acariciando la cuchilla que me prestó Beto. Esa fue la primera vez que me apareció. El Abuelo Silencio. Moreno de pescar toda la vida y con los ojos entre café y amarillo de agua de mar. A las nueve de la noche viste solo su sarong. Tiene una gran cicatriz café en la panza. Su pelo es blanco alrededor del viejo coco de su cabeza. Un aire de misterio lo rodea. Le sonrío, le hablo, y le hago gestos, pero nada. Solo se me queda viendo a los ojos fijamente y me da un poco de miedo. Decido romper el hechizo de sus ojos mientras puedo y sigo a la cocina donde tengo al fuego un té de jengibre. Cuando salgo ya no está y me siento a escribir.

Algo se mueve entre las matas…

Sale el susodicho y se me queda viendo un rato mientras escribo. Cometo el error de volverlo a ver y me atrapa otra vez con su mirada. Se me queda viendo a los ojos y no habla ni cambia su expresión. Mueve una mano mecánicamente como jalando cuerda, pescando en el inconsciente. Yo le hablo en inglés y lo poco que sé de Indonés y Balinés, pero no recibo ningún tipo de reacción.

Aumenta la tensión.

Su mirada se profundiza.

Silencio.

Siento que me está viendo el alma.

Creo que me odia.

Se da media vuelta y se va, caminando lento, como un fantasma en chancletas y justo antes de desaparecer me vuelve a ver y recibo un pequeño asentimiento con la cabeza, mientras se va casa adentro, a dormir, o a asustar otra gente, yo que sé…

Ladran los perros anunciando la llegada de los jóvenes que vuelven de la pesca nocturna, con cigarrillos en la boca y menos palabras que pescados, y pescados no vi ni uno.

Ladran los perros. Ladran por cualquier cosa y siguen ladrando por placer. Ahora sí que me siento en casa.

Buenas noches, desde el otro lado del mundo.