Monos en las rocas

Hampi, India

Levantarse temprano es darse un regalo.

Esto es evidente desde que huelo el café, y solo mejora cuando siento la frescura de un nuevo día en el aire de madrugada.

Poco a poco la luz se va poniendo perfectamente dorada.

Camino por la polvorienta calle de tierra entre los arrozales y palmeras en este mundo de rocas gigantes como si estuviera en un sueño.

Un martín pescador pasa volando, mostrando el increíble color turquesa de su espalda un instante antes de que aparezcan los franceses.

Pasamos descalzos sobre un montón de arroz que parecen estar secando en medio del camino.

A la derecha alza vuelo una bandada de semilleros en un remolino de plumas y aterriza en un campo vecino. Seguro se estaban comiendo el arroz de los campos. Una bandada de bandidos…

Seguimos por un sendero y vuelvo a ver las piedras a la izquierda. Hay un mono bien sentado encima de un búlder inmenso. Los franceses comentan que parece como que fuera humano, y no es cuento, si fuera menos peludo y un poco más grande perfectamente podría ser humano, y su pose no tendría nada de raro. Pero es un mono, y tranquilo nos ve pasar mientras otro atrás brinca de roca en roca, desapareciendo en el universo de piedra que es Hampi.

Nos ponemos a escalar. Es el momento perfecto. El piso es de granito y todo alrededor hay búlders dorados de todos tamaños. En las planicies se ven campos de arroz cafés entre verdes palmeras. A la distancia incontables montículos de piedras colosales. En medio de todo los antiguos templos se esconden a plena vista.

La luz del sol empieza a brillar sobre la pagoda más alta mientras un hippie que se hace llamar Cookie me cuenta que adentro de uno de esos templos hay un Ganesha gigante. Un Ganesha de más de cuatro metros de alto tallado de una sola roca, liberado de la piedra. ¿Qué más podrá esconderse en esas rocas cuando en una se encontró tal removedor de obstáculos?

Cookie se nos une y escalamos varios búlders, buscando siempre la sombra. Cuando el calor se vuelve insoportable nos despedimos, satisfechos y felices. Quedamos de vernos a las cinco de la tarde en la calle de tierra para ir a escalar el atardecer.

Cruzo el río sobre más piedras herculeanas y entro al templo principal por la puerta lateral. Es increíble, toda su superficie está tallada, por dentro y por fuera, colmada de los más diminutos de detalles. Su forma de pirámide parece estirarse hacia arriba como queriendo tocar el cielo. Adentro, monos merodean por entre las columnas de los templos menores y otros corren por todo lado.

Alguien me grita que no puedo tener zapatos ahí y yo le digo que tranquilo, mostrándole que los ando en la mano.

Doy dos pasos y me reviento la bola del pie izquierdo contra una piedra levantada y me corto la pata. “Que verga!” pero bueno, tener más cuidado la próxima.

De camino a la salida un local me pide tomarse una foto conmigo y al final salen varias selfies con todos sus compas robando cámara atrás, pero todos felices. “Oh” me dice uno señalando el piso adonde veo un charquito de mi propia sangre. Le digo que “Está bien, no es problema…” y sigo a la salida. Ahí me amarro el pañuelo (por suerte rojo y que sabía algún día me iba a servir para algo) en el pie para mantener limpia la herida después de echarme unas gotas del milagroso Melaleuca.

Me voy a desayunar y después salgo en busca del famoso Ganesha.

Lo encuentro en un templo inmenso y es el Ganesha que nunca me hubiera imaginado, hermoso. La uña de su dedo pequeño es más grande que mi cabeza. Lo contemplo un largo rato, le camino alrededor para verle la espalda y hasta me devuelvo para verlo una vez más cuando ya había salido del templo.

Sigo subiendo hacia el tope del puño de piedras que hay atrás del templo y me encuentro una cueva inmensa entre búlders enormes (del tamaño de casas y furgones y edificios enteros) que quedaron acomodados de forma muy conveniente. Está muy fresco en esta cueva, pasa constantemente una brisa que no deja que se caliente. La ausencia de basura me indica que es un lugar poco frecuentado o no visitado del todo. Rodeado por caídas casi verticales de liso granito que terminan unos diez metros más abajo la única forma fácil de llegar es escalando el puente de piedra por donde entré.

Trepo un poco más, el mayor peligro siendo que mis pies sudorosos y sucios se resbalan en el negro cuero de las chanclas, pero logro llegar arriba y una vez más aprecio el perfecto paisaje. Campos abiertos y planos rodeados de palmeras y dominados por los puñados de rocas titánicas se extienden hasta donde ve el ojo en todas direcciones. Una mirada más fina revela los templos que brotan por doquier, mezclándose perfectamente con su entorno, tallados en la misma piedra del lugar.

Bajo a la cueva adonde está fresco y agradable a pesar de que es medio día. Todo alrededor reina el calor infernal.  

Sin pensarlo dos veces me quedo ahí, leyendo hasta caer dormido en las profundidades de una deliciosa siesta.

El tren de treinta horas

Desde Calcuta hasta Hampi, India

Fue buenísimo.

Se atrasó y en vez de salir a las 11:30 pm salió a la 1:45 am.

Gente caminando, gente sentada, gente tirada durmiendo en la estación por todo lado, gente sobre gente, esa es Calcuta.

Llega el tren y aunque llevo horas esperándolo, y tal vez por eso mismo, tengo que apurarme para empacar todo lo que había sacado y ponerle para encontrar mi vagón. Voy en clase 3ac, porque era la única que había disponible. Eso significa aire acondicionado y tres camas por pared, seis por «cuarto». No hay suficiente campo para sentarse derecho, excepto cuando guardan la del medio que se desengancha de un lado y queda como respaldar de la de abajo. En cada cama puede haber desde una persona, hasta una familia.

Me tocó un campo perfecto. “Lower bunk” con ventana y viendo para adelante.  Abajo no hay que estar subiendo y bajando, se puede alcanzar las cosas del piso y lo mejor de todo: se puede ver por la ventana hasta acostado, apoyando la almohada contra metal y vidrio.

Alrededor, los bigotes (99.99% de los hombres en India tienen bigototes) son buena gente y me ayudan a pedir comida y con cualquier cosa que necesito comunicar en Hindi.

El vecino de arriba, que va para Hospet, igual que yo (la estación de tren más cercana a Hampi) ronca como me imagino roncaría un dinosaurio, quizás más fuerte. Es un milagro que no se despierte a sí mismo. Acostumbrado a dormir con tremendo escándalo los ruidos del resto de la gente en el tren no le afectan en absoluto y duerme hasta tarde, pasadas las 10 de la mañana.

Arriba de él nunca supe quién vivía.

Del otro lado vive toda una familia con un bigote muy alegre y vigoroso que me recuerda a un tío y un primo (Neno y Lagarto), siempre muy sonriente.

Arriba de él vive un bigote super tuanis que se pone piyamas para ir a dormir y vende implementos médicos. Una noche me enseñó unas ligas, una rodillera y un putty (plastilina médica) durísimo. El último se lo traté de comprar queriendo desarrollar más fuerza en las manos para escalar, pero no me la vendió porque lo que andaba era solo para demos de ventas.

Pasamos pueblos de pueblos y estaciones y trenes que iban para el otro lado con su bocina ensordecedora pasando a miles de kilómetros por hora uno al lado del otro.

Tomé cantidades de chai y tuve la suerte de que una de las mañanas pasó un mae vendiendo “boiled egg” y le compré tres huevos duros con masala. Estaban deliciosos. Me terminé el libro que me estaba leyendo que estaba basado en Calcuta. Me hice un té con jengibre con agua hirviente del viejo Primus (termo). Me bajé en las estaciones a rellenar la botella con “chilled drinking wáter” y me subí al tren corriendo cuando ya agarraba velocidad, persiguiéndolo y montándome de un brinco agarrado de la baranda. Hice mis necesidades en el baño metálico de cuclillas y dormí como un bebé arrullado por los rieles. Me salí colgado por la puerta abierta cuando el tren iba a toda máquina y sentí el viento en la cara y viví la velocidad del tren, viendo para adelante y para atrás en las curvas el cuerpo de esta mole de hierro que nos lleva tan eficientemente. “Suave” y “rápido” nos movemos a través de paisajes espectaculares. Uno tiene baño, cama, ¡y hasta enchufe! Constantemente gente pasa vendiendo té chai hirviendo y todo tipo de comidas y bebidas. Todo lo que uno podría necesitar y mucho más.

 

“Chai chai, chai chai…” me despierta el vendedor pasando de vagón en vagón. “Chai chai!” grito desde mi cama.

Me siento a tomármelo inclinado hacia adelante para no pegar la cabeza en la cama del dinosaurio y me doy cuenta con cierta nostalgia que dentro de poco vamos a llegar.

Dos noches en tren pasaron volando.