Perdido en el paisaje

Entregado al camino busco mi asiento y me acomodo en una buena ventana. Poc a poc vamos saliendo de la ciudad y Barcelona queda atrás, atrás y adelante, porque sé que volveré.

El camino se abre paso por los áridos campos en el espacio abierto de las afueras y gradualmente entramos en el vacío. En la nada que contiene todo, hasta las grandes ciudades.

Viajamos por ese espacio en medio y me pierdo en el paisaje. Caigo dormido entre arbustos y rocas y regreso de mis sueños para ver pasar el azul mar.

Entro y salgo varias veces, navegando entre sueños y realidad hasta llegar a la última parada y cuando me bajo del bus estoy en otro país y el camino continúa en francés…

Bienvenido a Montpellier.

Invierno

El invierno parece tímido al inicio. Llega cauteloso durante las noches, abrigado por el silencio y protegido por la oscuridad. En la mañana todo está sutilmente más blanco, más quieto, más frío.

La nieve comienza a aparecer en los picos de las montañas alrededor y a lo lejos fortalece su presencia en las blancas cimas adonde se retiró durante el verano. Poco a poco las nevadas se atreven a salir a la luz del sol, pero siempre cerca de la noche. Mágicos amaneceres y atardeceres en los que blancas plumas de hielo flotan suavemente hacia la tierra en la luz dorada de la transición.

A todo esto la nieve viene lentamente bajando las montañas, cubriendo cada roca llega a la línea de árboles y los empieza a vestir de blanco. Se acerca casi imperceptiblemente, hasta llegar al pie de las montañas y colinas que rodean el pueblo.

Pasan los días y nada parece cambiar.

En eso, un día empieza una nevada que persiste día y noche y el invierno toma confianza.

Todo es blanco.

Solo el pequeño pueblo mantiene su calor y se resiste al vestido blanco, pero la nieve está todo alrededor y se derrite apenas en sus límites, adonde espera paciente la inevitable marcha de la naturaleza.

El invierno avanzará lentamente, hasta cubrir todo el pueblo, reduciendo el calor a cada casa, a cada hoguera, a cada corazón.

Todo se retira hacia su centro mientras afuera el invierno se extiende y se expande, cubriendo todo con una capa de nieve, paz y tranquilidad.

Mágica naturaleza

Quedarse quieto un momento en medio del bosque, al lado del arroyo.

El suelo está cubierto por una alfombra de agujas de pinos y un par de pájaros se acercan cantando. De rama en rama van volando y llegan a mi lado con sus copetes parados. Sus negros ojos brillan con salvaje libertad. Cantan y el aire se llena de alegría.

Eternidad.

Así como llegaron se van, volando, felices y cantando.

Yo me quedo arrullado por el sonido del agua hasta que el hechizo del viento me hace recordar que yo también estoy vivo y respiro el dulce aroma de las hierbas silvestres.

Agradezco y sigo mi camino por un bosque encantado en el que gigantes bloques rojizos de piedra arenisca cuentan míticas leyendas desde hace miles de años.

Entre hongos y bellotas, bajo la sombra de los pinos y el canto de los pájaros, en medio de la dureza de la roca y la suavidad viento, encuentro la magia de la vida.

Sobre una diminuta flor baila el más pequeño escarabajo.

Trenes y naves espaciales

Lento y cómodo el tren empieza a moverse y por un momento parece como si la estación fuera la que se va y el tren el que se queda.

Poco a poco va cogiendo velocidad y solo si uno se asoma por la ventana se da cuenta de la tremenda velocidad a la que ahora viajamos.

En las curvas se siente un arco suave y alargado, el peso tira levemente de lado y vuelve al inevitable centro.

Afuera pasan los amplios campos abiertos del Sur de Portugal. Naranjales. Campos y rebaños de ovejas. Ruinas de casas abandonadas, sus paredes de piedra y techos de teja colapsados cuentan cuentos de otros tiempos.

El mar.

Pienso en cuando sean así los viajes por el espacio mientras me levanto y voy al baño.

Ver por la ventana las estrellas y los asteroides pasar, leyendo un libro, tal vez tomándose un té, un té de estrellas y galaxias nebulosas

A la aventura

Me monto en un tren hacia lo desconocido. Estación tras estación me alejo del confort y me acerco a los límites exteriores de mí mismo.

A la distancia se ve una montaña coronada por gigantes rocas, su cima envuelta en un espeso misterio de nubes blancas. Perfecto lugar para un monasterio.

El tren sube y sube, pero mi espíritu ya le pasó, vuela en la emoción de la aventura. Entre túneles y colosales formaciones de piedra nos adentramos en las profundidades de la niebla. Silenciosos pinos aparecen donde no había nada y se esfuman sin dejar rastro. Fantasmas en un mundo vestido de blanco. Centinelas del camino.

Finalmente llegamos a la última parada y ahí está el antiguo monasterio, cobijado por la montaña, protegido por las rocas. Pero yo voy para un templo más antiguo todavía, la naturaleza.

Saludo al viejo Michel quien me recibe con una sonrisa y me advierte de los jabalíes. Encuentro dos buenos árboles para colgar la hamaca y con la fugaz luz del atardecer preparo mi nuevo hogar acompañado por un pequeño jilguero gris de pecho anaranjado que canta alegremente.

Cae la noche y comienza un concierto de bichos que celebran la oscuridad. Antes de acostarme veo a uno salir de su escondite, plateado y extraño como algo que nunca hubiera imaginado. Con sus tantas patas largas y finas como cabellos se escabulle entre mis pensamientos y se escapa de la luz y de mi vista.

Me acurruco en la hamaca arrullado por el repiqueteo de la lluvia en el toldo. Suavemente floto entre las nubes y poco a poco voy cayendo en un profundo sueño. Las estrellas tintinean en el frío y se ponen a bailar cuando los monjes suenan las campanas del viejo campanario. Su eco deambula por toda la montaña y se pierde en el silencio de mis sueños. Allí seguirá sonando, imposiblemente, por todos los tiempos.