–Diario del Himalaya–
Amanece despejada la puerta al cielo. Kissna dice que aquí, arriba en la montaña, casi nunca llueve. Plano y pinos. Veo una estupa en el tope de una montaña y pienso; qué dicha que vamos en otra dirección… Está altísimo, y hoy la caminada pesa.
Kissna para al lado de un mani, como les llaman a las ruedas de oración, y me dice que descanse, porque vamos a cruzar el puente colgante y subir a la estupa. Om Mani Peme Jum.
El camino es un sendero empinado y falta el aire. Nos acompaña una colina llena de pinos como siempre había querido ver. En un descanso estoy a punto de treparme a un hermoso ciprés cuando Kissna exclama – Hey! No No No man, not possible to climb.– Me explica que éste es un árbol sagrado para los budistas y que si lo escalo: bad luck and get sick.
“Geru,” “Goyra,” yo no entendí nada en el momento, pero al final descubrí su nombre real; Gyaru, así se llama el pueblo en el tope, escondido atrás de donde está la estupa. Al otro lado y enfrente, la vista es sublime, todo es Annapurna IV y Annapurna II. Estos nevados se dejan ver, y son majestuosos. De esas montañas que inspiran. Los pájaros negros con pico y patas amarillas planean en círculo montaña abajo y ganan altura en una termal cual si fuesen zopilotes. Tengo que aprender a volar. Revolotean los banderines de colores y las plegarias vuelan al cielo mientras los insectos disfrutan del sol. Un profundo retumbo estremece todo. Puede ser trueno de la nube que ahora cubre el Annapurna II o un derrumbe de glaciar, aquí arriba todo puede ser…
Caminamos por laderas de polvo y piedra, siempre hay pinos y vegetación de altura, pero está seco y escarpado. Kissna señala montaña abajo y veo bien camuflado un grupo de cabras montesas. Unas quince, con crías que brincan y machos con grandes cachos que se abren a los lados. Beige clarito.
Llegamos a Ngawal, otro pueblo de piedra. Los caminos, las casas, los techos, todo es de piedra. Pareciera como que poco a poco fueron juntando todas las mejores piedras que había por ahí y las acomodaron en forma de pueblo, y probablemente, eso fue lo que pasó, pero que se yo… Todo es de piedra.
Me baño con balde en la letrina, a la que se le ponen un par de tablas encima y también es baño, y me voy a explorar el pueblo. Paso a darle una vuelta al mani, con la mano derecha girando y multiplicando cientos de plegarias.
“¡Oh, la joya del loto!”
Un señor me invita a sentarme con él al lado de un mani gigante y vemos desde arriba el espectáculo de un borracho (o de goma) tratando de subir las escaleras para entrar a su casa. – Too much wine – me dice el señor y se muere de la risa. El hombre se tambalea, sube un par de gradas y se agarra de la baranda como si hubiesen vientos huracanados que lo tiran hacia atrás. Jorobado y en cámara lenta se devuelve hasta abajo y agarrado de una columna, escupe lo que puede. Pienso tantas veces que ese he sido yo, y el daño que se puede hacer uno mismo con excesos. Al final logra subir las escaleras pero no logra entrar a la casa, y queda dormido sentado en una banca con la cabeza entre brazos sobre una mesa. Yo agarro las cosas y me voy a buscar el grupo de cabras montesas que vimos en el camino.
Tengo suerte de encontrarlas todavía viento arriba y más abajo que yo en la montaña. Me salgo del sendero y las veo con los binoculares, todas viéndome, de verdad son salvajes, están muy alerta. Me devuelvo un poco y me trepo a un pino desde donde las puedo ver sin ser visto. Algunas pastan y otros están acostados a la sombra de unos arbustos con sus crías. Machos con cuernos enormes descansan al sol. Pongo la maca a la sombra de una “cueva” formada por dos pinos y hago lo mismo que ellas; descansar. Ojalá que pasen por aquí.
Tengo vista del nevado desde la maca! La resina de los pinos huele delicioso y el viento murmura entre sus ramas.
Leo un rato, todas las vistas son hermosas, desde la más lejana hasta la más cercana.
Recojo todo y me voy a ver las cabras montesas. Una me descubre y me quedo quieto, como cinco minutos inmóvil. Cuando vuelve a ver para otro lado me alejo para que se relajen. No sé si me vio, no sé qué tan buena vista tienen, o me escuchó o me sintió, o algo, pero sabe que estoy. Olor no creo, porque llevo una semana caminando y estoy viento abajo de ellas, aunque me encontré unas medias limpias en el fondo de la mochila hoy! y me las puse, eso puede ser lo que huelen…
El frío en parte fue lo que me sacó de la maca, así que voy y me siento en una piedra. Aunque ya no le pega el sol sigue caliente, como un horno recién apagado. Me siento a ver el espectáculo del atardecer en los picos nevados y veo la montaña como un todo. Veo la línea de árboles y calculo que andará por los cuatro mil metros. Me imagino el paso de los glaciares…
Me acuerdo de las cabras y voy con el reto de verlas antes de que ellas me vean a mí. Lo logro, y las observo fascinado. Unas se rascan la espalda con los cachos, una cría juguetona se para en dos patas y le brinca encima a su madre, otro se rasca contra un arbusto y unos descansan acostados. Una madre se encarga de cuatro crías con ojos de terneros y movimientos torpes y tiernos de juventud. Los dejo pastando tranquilos y en el camino de vuelta al hospedaje me topo un perro negro y amigable.
En la noche recorro los pasadizos de piedra en el pueblo con un poco de susto.
Tengo pesadillas en las que una pareja escandinava me quiere enterrar vivo.
Me salvo.