Bienvenido al laberinto

Cuentos del laberinto. 

Varanasi, India 

Una noche y casi medio día en tren, muy bonito dormir en tren. Los movimientos y pesados sonidos de hierro llevan a un pesado sueño.

Aprovecho para leer y pongo los bultos colgando como murciélagos de las cadenas que sostienen el camarote, para tener campo para dormir, con los pies salidos desde el tobillo. De vez en cuando siento quién pasa por el pasillo en la oscuridad.

—Benaras  —me dicen Yippi y Renu con el típico ruedo de cabeza Indio, confirmando que al fin hemos llegado.

Banaras. Benares. Banares. Le llaman por todos sus nombres, excepto Varanasi…

Salimos al calor de la calle y me monto en un tuk tuk que me hace preguntarme si me debería devolver de una vez, sabiendo que esto me atrapará un par de días más aquí, la pereza de la presa y del tuk tuk. Calor infernal. Mucho calor, casi no nos movemos y los necios bocinazos son incesantes. Chocamos con otro tuk tuk negro en el lento caos, se chollan ambos. Los conductores se vuelven a ver con desdén y cada uno sigue su camino.

Me bajo adonde termina la calle.

Entro al laberinto.

Respirar libertad.

Viajar entregado al camino.

Encuentro un mae en la calle que promete llevarme hasta el hotel donde pensaba ir, y a otro que es “mejor y más barato”. Veo los dos y el más barato tiene la vista más increíble. Me cautivó cuando subí a la terraza en la azotea.

Me veo a los ojos con la madre de La India, Ganga.

Un mae me enseña el cuarto y cuando abre la puerta del balconcito me sorprenden las rejas. Veo la jaula desde adentro. Estamos en un cuarto o quinto piso.

—Monkeys —me dice cuando ve mi cara.

Monos de ciudad que viven en las azoteas, brincan de una a otra, hacen lo que les da la gana. A veces parecen ser los verdaderos amos de la ciudad. Inhalo aire de aventura, me pongo el turbante y disfraz de rey (ropa elegante que me regalaron en India) y salgo mientras todavía sé dónde está la puerta.

Guías.

Un hombre en el camino ofrece enseñarme el lugar, promete no querer nada a cambio. Yo acepto la imposibilidad de su promesa. Sanyu.

Cuando me doy cuenta estoy rodeado de muertos. En ese momento me percato que estas no son fogatas y que después van a traer a la gente para quemarla. Los cuerpos ya están aquí. Fijándome bien veo que adentro de esas inmensas fogatas hay cadáveres ardiendo. Cuando Sanyu me decía que las batas indicaban si era hombre, mujer vieja o mujer joven, yo solo me fijaba en la gente alrededor del fuego, nunca me fijé en quién estaba en el fuego.

Vamos al fuego eterno, de donde prenden todas las otras piras.

—Ha estado quemando por más de 3 mil años… —me cuenta Sanyu.

Después de una rápida reverencia agarra un poco de ceniza y me toca la frente, bendiciéndome y deseándome buena vida para mí y toda la familia. Yo le deseo el doble y le toco la frente antes de volver a bajar al lado del río.

Por dicha pasamos a comprar chancletas antes (me compré unas negras bien bonitas, de cuero), porque las pantuflas recortadas de tiempos de hotel se sienten muy feas mojadas y la suela no les dura mucho más de una semana.

Un hombre se me acerca y me habla en secreto mientras Sanyu va a buscar un barco.

— ¿Qué haces andando con ese hombre? Cara negra, corazón negro. Ten cuidado… —me dice mientras veo en sus ojos sincera preocupación. Se esfuma apenas el otro se acerca.

Sanyu tiene la cara muy negra.

Pasamos por la pura orilla del Ganga, donde cada paso se hunde en la basura y más adentro, adentro donde el agua está limpia. Tomamos un poco.

Al atardecer vamos remando en “secret boat” Sanyu, el chiquito del barco y yo. Me llevan a ver la ceremonia del río sagrado. Un extraño magnetismo parece atraer a todos los barcos de alrededor hacia el Dashashwamedh Ghat, frente al cual se unen como gotas de mercurio convirtiendose en uno solo. Flotando en este vivo y vibrante muelle de madera presenciamos el Ganga Aarti. Sobre la piel de barcos caminan vendedores de todo tipo, como si fuera la calle. Me compro un chai y una vela para encender y soltar al río. Campanas suenan sin parar, mantras, fuego, inciensos, olor a sándalo.

Termina la ceremonia y al disiparse la energía la masa de barcos se esparce hasta desaparecer en la oscuridad. Nosotros vamos al desierto, un banco de arena fina al otro lado del río, donde revolotean toldos sobre palos de bambú. Tiendas que solo existen de día. Nos fumamos un beedie.

En el laberinto masticamos un bittel, es algo raro metido en una hoja verde…

Volver a la casa. Comer rico. Tomar té, escribir, bañar, leer, dormir. 

2 comentarios en “Bienvenido al laberinto

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