Al borde del acantilado

Diarios de Tonsai, Tailandia

Salgo con la hamaca a explorar el día. Camino entre la jungla hasta topar con la muralla de uno de los acantilados y sigo sus faldas hasta llegar donde se desploma hacia el mar y hacia el cielo.

Llego a una parte que se llama “Melting Wall” y después de un poco de exploración encuentro un buen lugar para poner la maca en una cueva, colgando de dos salientes en el techo de la caliza. Pongo todas mis cosas al alcance y quitándome los zapatos me tiro en la maca.

Hay un pequeño piso y un corte en la roca, unos dos metros más abajo está el mar en su eterno movimiento. Desde la maca tengo una vista incomparable de la bahía de Tonsai en su máximo esplendor, rebosando con la marea alta, con su arena dorada frenteando la selva y los barcos cola larga flotando en el canal al inicio de la playa. Del otro lado de la verde bahía están mis dos acantilados favoritos con fondo celeste y enmarcados en la oscuridad de la roca que me rodea y sigue por decenas de metros sobre mi cabeza. Los acantilados lucen una gama de blancos, cremas, suaves anaranjados, grises y hasta partes negras en sus orgullosas caras, resaltando entre intenso verde de la selva tropical. En sus topes tienen algunos penachos de valiente flora que se atreve a vivir al borde del abismo.

El acantilado de la izquierda tiene un extra-plomo tremendo en su tercio superior y el de la derecha es una pared vertical que siempre me hace pensar en “El Capitán” de Yosemite, llamados “Tonsai Wall” y “Tiger Wall” respectivamente. Ambos nacen desde la arena de la playa y llegan a tocar el cielo cientos de metros más arriba.

En medio de los dos hay un mundo perdido que alberga la jungla más cobresca, tigresca, y salvaje que se pueda imaginar jamás. Protegida a sus lados y fondo por los dos inmensos acantilados que se meten tierra adentro y se conectan al final formando una “v” tierra adentro, y una pared lisa y extra-plomada (hogar de las rutas más difíciles del condado) de 50 metros a su frente, el lugar es prácticamente inaccesible para el ser humano “normal.”

Sueño con escalar hasta ahí y acampar unos días en ese mundo, tan cerca y tan lejos.

Pongo un pedazo de espiral que me encontré entre las piedras a humear bajo la maca para espantar mosquitos y me tiro ahí simplemente a disfrutar de la vista. Nunca había tenido una vista así desde la maca. Puedo ver el lugar donde hamaquié el otro día justo frente a mí, en “Tonsai Wall,” del otro lado del agua.

A mi alrededor inmediato hay caliza por todo lado, parece derretirse cuando uno no está viendo y congelarse en el momento que uno le presta atención. Hay estalactitas y estalagmitas y troncos de inmensos árboles de caliza que los geólogos llamarían “columnas” y todas las formaciones que uno se pueda imaginar.  De vez en cuando pasa un barco cola larga con ese aire inconfundible de navío asiático por el canal y el coro de su motor es amplificado por los acantilados como en un teatro de la antigua Grecia.

Leo horas y veo la bahía vaciarse poco a poco al retirarse el agua camino a la marea baja de la tarde.

Empiezan a romper las crestas de pequeñas olas que entran a la bahía en forma de herraduras al pasar sobre rocas que ahora se asoman a la superficie. Su suave y rítmico sonido es el respirar de la Pacha Mama.

Veo dos Martines Pescadores vestidos en plumaje impecable, blanco con azul marino y negro azabache. Están conversando en las ramas de un arbusto seco al lado del agua. Siempre me he preguntado cómo hacen los animales para verse tan limpios?  Uno termina de comerse algo y se va, dejando al otro perchado viendo hacia el mar. Poco después éste otro alza vuelo y pasa a molestar a una garza gris que caza entre las rocas recién emergidas del mar y vuelve a percharse justo donde estaba segundos antes.

Me le quedo viendo un rato, pensando lo bonito que es dedicar tiempo a observar y apreciar el mundo natural.

Leer algunos de los escritos de John Muir me ha inspirado a explorar más y a raíz de eso ha vuelto a encender el fuego de la aventura y amor por la naturaleza dentro de mí. Ayer me tomé el tiempo de ver un milpiés y las olas de su caminar. Hoy en la mañana pude ver en detalle la boca de un caracol que limpiaba su concha, un poco asqueroso a mi parecer, pero sin embargo perfecta naturaleza.

El Martín alza vuelo de nuevo y se parece estrellar contra un bambucillo a mi derecha al borde del agua cuando los gritos de una chicharra delatan que no fue ningún accidente y el ave se regresa a su percha con chicharra gritando en su pico.

Usando su cuello y cabeza como un látigo cuya punta es la desafortunada chicharra revienta de lado a lado a su presa contra la rama hasta que no hay más gritos y procede a tragársela entera.

¡Ese pájaro que yo pensaba que no estaba haciendo nada, estaba cazando, qué momento!

 

2 comentarios en “Al borde del acantilado

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