El tren de treinta horas

Desde Calcuta hasta Hampi, India

Fue buenísimo.

Se atrasó y en vez de salir a las 11:30 pm salió a la 1:45 am.

Gente caminando, gente sentada, gente tirada durmiendo en la estación por todo lado, gente sobre gente, esa es Calcuta.

Llega el tren y aunque llevo horas esperándolo, y tal vez por eso mismo, tengo que apurarme para empacar todo lo que había sacado y ponerle para encontrar mi vagón. Voy en clase 3ac, porque era la única que había disponible. Eso significa aire acondicionado y tres camas por pared, seis por «cuarto». No hay suficiente campo para sentarse derecho, excepto cuando guardan la del medio que se desengancha de un lado y queda como respaldar de la de abajo. En cada cama puede haber desde una persona, hasta una familia.

Me tocó un campo perfecto. “Lower bunk” con ventana y viendo para adelante.  Abajo no hay que estar subiendo y bajando, se puede alcanzar las cosas del piso y lo mejor de todo: se puede ver por la ventana hasta acostado, apoyando la almohada contra metal y vidrio.

Alrededor, los bigotes (99.99% de los hombres en India tienen bigototes) son buena gente y me ayudan a pedir comida y con cualquier cosa que necesito comunicar en Hindi.

El vecino de arriba, que va para Hospet, igual que yo (la estación de tren más cercana a Hampi) ronca como me imagino roncaría un dinosaurio, quizás más fuerte. Es un milagro que no se despierte a sí mismo. Acostumbrado a dormir con tremendo escándalo los ruidos del resto de la gente en el tren no le afectan en absoluto y duerme hasta tarde, pasadas las 10 de la mañana.

Arriba de él nunca supe quién vivía.

Del otro lado vive toda una familia con un bigote muy alegre y vigoroso que me recuerda a un tío y un primo (Neno y Lagarto), siempre muy sonriente.

Arriba de él vive un bigote super tuanis que se pone piyamas para ir a dormir y vende implementos médicos. Una noche me enseñó unas ligas, una rodillera y un putty (plastilina médica) durísimo. El último se lo traté de comprar queriendo desarrollar más fuerza en las manos para escalar, pero no me la vendió porque lo que andaba era solo para demos de ventas.

Pasamos pueblos de pueblos y estaciones y trenes que iban para el otro lado con su bocina ensordecedora pasando a miles de kilómetros por hora uno al lado del otro.

Tomé cantidades de chai y tuve la suerte de que una de las mañanas pasó un mae vendiendo “boiled egg” y le compré tres huevos duros con masala. Estaban deliciosos. Me terminé el libro que me estaba leyendo que estaba basado en Calcuta. Me hice un té con jengibre con agua hirviente del viejo Primus (termo). Me bajé en las estaciones a rellenar la botella con “chilled drinking wáter” y me subí al tren corriendo cuando ya agarraba velocidad, persiguiéndolo y montándome de un brinco agarrado de la baranda. Hice mis necesidades en el baño metálico de cuclillas y dormí como un bebé arrullado por los rieles. Me salí colgado por la puerta abierta cuando el tren iba a toda máquina y sentí el viento en la cara y viví la velocidad del tren, viendo para adelante y para atrás en las curvas el cuerpo de esta mole de hierro que nos lleva tan eficientemente. “Suave” y “rápido” nos movemos a través de paisajes espectaculares. Uno tiene baño, cama, ¡y hasta enchufe! Constantemente gente pasa vendiendo té chai hirviendo y todo tipo de comidas y bebidas. Todo lo que uno podría necesitar y mucho más.

 

“Chai chai, chai chai…” me despierta el vendedor pasando de vagón en vagón. “Chai chai!” grito desde mi cama.

Me siento a tomármelo inclinado hacia adelante para no pegar la cabeza en la cama del dinosaurio y me doy cuenta con cierta nostalgia que dentro de poco vamos a llegar.

Dos noches en tren pasaron volando.

 

3 comentarios en “El tren de treinta horas

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