Cuajiniquil, Costa Rica

Remos en mano arrastramos los kayaks sobre la arena hasta el mar. Solo meter los pies en el agua ya es suficiente para desatar el viejo conocido brillo azul de los dinoflagelados que nunca deja de encantar. Embarcamos y remamos mar adentro, creando estelas de bioluminiscencia. Al avanzar las pequeñas olitas creadas por el fresco viento cachetean el casco hueco del kayak, creando un agradable efecto percusivo que se escucha y se siente. En el horizonte el mar se junta con el cosmos y siento que navegamos hacia las estrellas. Estamos flotando al borde del planeta, viendo hacia afuera.

No hay nada como la noche. El día es magnífico y la luz del sol nos enseña todo lo que hay en La Tierra. Pero la atmósfera es un velo azul que cierra como un párpado gigante durante el día, tal vez para que podamos ver hacia adentro, tal vez… Sin embargo al caer la noche, se abre una vez más el telón y empieza el espectáculo. Podemos ver hacia afuera, y afuera, está todo el resto del universo.

Levantando la mirada veo millones de estrellas y planetas y el borde de la galaxia, y siento que la fuerza que nos amarra a La Tierra es nada. Se siente como si algo infinitamente más delgado que el hilo de una telaraña fuera lo único que impide que salgamos flotando hacia el espacio exterior, entre todas las estrellas…

De repente algo grande rompe la superficie del agua a escasos metros y la sorpresa y el miedo me hacen bajar la mirada y volver a nuestro planeta, en el que veo un pez que lucha por su vida mientras algo lo persigue para devorárselo. Me recuerda que hay tantos misterios en el fondo del mar como en el cielo, y algunos ni tan en el fondo.

Con una explosión azul eléctrico doy el primer remazo de regreso hacia la playa. El viento me llevó lejos y ahora apenas logro ver brillar la luz de la linterna de mi hermano Veto Rey, quien me espera flotando cerca a tierra firme.